martes, octubre 10, 2006

Todavía no he conseguido que mis amigos se decidan a colaborar con este blog.
Por lo pronto, sigo sola.

En el pasadizo de nieve entre mi soledad y el afuera, en la curva peligrosa entre mi ostracismo y la invasión del mundo, me encontré con una joya que relucía en silencio: la levanté con todo cuidado, me la llevé a mi casa.
Con los días, con la atención y los cuidados, la joya empezó a cambiar de color, a virar sutilmente del púrpura al azul, de allí al verde, después al amarillo, y fimalmente se estabilizó en la transparencia, como un diamante.
No sabía a quién devolverla: me la había encontrado sola, en medio del camino, y con el paso de los días no apareció nadie que reclamara su propiedad.
Sin embargo, yo sentía que no me pertenecía, que semejante regalo era para ser compartido, que no podía quedar confinada a mi casa y a mis manos.
Entonces, empecé a caminar, caminé mucho, hasta que, cerca de unos chiquitos que jugaban al fútbol en un potrero, en un barrio alejado, decidí dejarla en el piso, sobre un paño negro, para que alguien notara que estaba allí.
Me iba caminando despacio, de vuelta a casa, cuando oí que los chicos terminaban el partido y se venían corriendo hacia el campito donde había abandonado mi tesoro. Los chicos eran siete u ocho.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, al darme vuelta, noté que cada uno levantaba una piedra del paño, y se iban, locos de contentos. No pude contenerme: los seguí y les pregunté qué habían encontrado.
"Alguien decidió cambiarnos el día", dijeron. "Ahora vamos a vender estos ocho diamantes, y nuestras familias podrán tener un alivio".
Nunca entendí cómo se produjo la multiplicación de las joyas, pero me fui contento, porque aunque muchos dicen que Dios vive en las capitales, yo siempre creí que, si es así, en todo caso, debería atender en los arrabales...

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